Y se decían el uno al otro:

«Santo, santo, santo es el Señor de los Ejércitos;
    toda la tierra está llena de su gloria».

Al sonido de sus voces se estremecieron los umbrales de las puertas y el Templo se llenó de humo.

Entonces grité: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios impuros y mis ojos han visto al Rey, al Señor de los Ejércitos».

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